Cuando denuncié que la crisis de la filoxera era consecuencia directa de la “falta de vigilancia” del Gobierno canario, muchos lo leyeron como una crítica partidista más. Pero detrás de estas palabras hay algo mucho más grave: no estamos ante una simple plaga agrícola, sino ante una amenaza directa al patrimonio vegetal vivo más antiguo de Canarias.
Durante siglos, las islas han conservado un tesoro único en el mundo: viñedos descendientes directos de las primeras cepas plantadas desde el siglo XVI. Parras que no han conocido injertos, ni híbridos, ni portainjertos resistentes. Parras que han sobrevivido a guerras, crisis, erupciones y abandonos, manteniendo una identidad genética pura que no existe en ningún otro lugar del planeta vitivinícola. Son, literalmente, la memoria vegetal de Canarias.
Esa memoria hoy está en riesgo. Tras los focos iniciales de filoxera detectados en Tacoronte, La Matanza y Valle de Guerra, la Consejería de Agricultura ha confirmado un nuevo foco en el Valle de La Orotava. Este hallazgo, en un territorio emblemático de la viticultura tradicional tinerfeña, demuestra que la plaga sigue avanzando de manera inexorable. Ya no se trata de una amenaza puntual: es un proceso de expansión que pone en peligro siglos de historia natural y cultural.
El Gobierno ha reaccionado con prospecciones, decretos, restricciones y protocolos. Pero la realidad es tozuda: la filoxera avanza, y eso significa que el sistema de vigilancia ha fallado. No es suficiente decir que se actúa “con rapidez” si el daño ya ha alcanzado zonas nuevas. Una plaga que amenaza viñas centenarias no se combate solo con comunicados y desinfecciones. Se combate con prevención, con vigilancia real, con rigor en fronteras, con recursos técnicos permanentes y con respeto al valor simbólico de lo que se protege.
Porque aquí no se trata de “reconstruir” el viñedo.
No hay reconstrucción posible cuando lo que se pierde es una cepa que lleva cuatrocientos años en el mismo suelo, adaptada a un microclima, a una tierra, a una forma de poda y a una cultura campesina que ha resistido siglos. Cada parra centenaria destruida es una parte del ADN agrícola de Canarias que desaparece para siempre. Y si algo debería estar protegido con la misma devoción que una catedral o una obra de arte, es ese patrimonio vegetal irrepetible.
Por eso, cuando acuso al Gobierno de falta de vigilancia, esta denuncia no debería ser despachada como simple oposición política. Señala un vacío más profundo: una falta de conciencia patrimonial en la gestión agrícola. Las parras no son solo una fuente de vino; son testigos de nuestra historia y parte de nuestra identidad colectiva. Permitir que una plaga importada, previsible y evitable se extienda sin control es una forma de negligencia cultural.
El nuevo foco del Valle de La Orotava debe servir como símbolo de alarma. Cada metro que avanza la filoxera es una hectárea menos de historia viva. No bastan las medidas correctivas ni los anuncios de compensaciones: hace falta una política pública que entienda que el viñedo tradicional no es solo economía, es memoria, paisaje y cultura. Su defensa debería implicar no solo a la Consejería de Agricultura, sino también a Patrimonio, Cultura y Medio Ambiente.
Las instituciones canarias tienen que actuar con la misma determinación con que protegerían una ermita del siglo XVI o un archivo histórico. Las parras antiguas son parte de ese legado. No pueden replantarse ni clonarse; se conservan o se pierden. Y ahora mismo, estamos más cerca de perderlas que de salvarlas.
La filoxera no entiende de discursos. Avanza en silencio, invisible, destruyendo desde las raíces. La respuesta institucional no puede seguir siendo reactiva ni complaciente. Es el momento de actuar con la gravedad que exige un riesgo patrimonial: defender las parras antiguas es defender la identidad de Canarias. Si lo olvidamos, un día no muy lejano miraremos nuestras laderas y encontraremos solo silencio donde antes hubo siglos de vida.
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